viernes, 25 de enero de 2008

El mundo desde otro lugar

dedicado a Juan Cruz Muñoz Cabrera

Amaban las sierras de Tandil y aquel día había sido muy especial.

Jan, el mayor de los primos, iba a la cabeza de una nueva excursión. Llevaba en su mano una lupa enorme con la que podían observar los detalles más diminutos de la naturaleza.

De pronto, se detuvieron frente a un hormiguero. Marcucho tomó la lupa y observó. Los otros cuatro se agruparon detrás de él. Juanito abrió los ojos de asombro, le encantaban esos juegos con sus primos.

El mundo de las hormigas era maravilloso. Eran incontables y se movían con gran organización para poder entrar y salir del agujero sin molestarse. Las que llegaban, cargaban sobre su espalda hojas gigantes; costaba entender cómo podían trasportarlas en sus pequeños cuerpos.

Después le tocó el turno a Juanito, buscó con la lupa y se detuvo en unos hongos naranjas que estaban en la corteza de un árbol. Desde lejos no llamaban la atención, pero con el aumento de la lente cobraban vida, se volvían mágicos, descubrían detalles que los convertían en seres increíbles, casi misteriosos.

Mientras tanto, Guato miraba a su alrededor. De pronto, el sol encandiló sus ojos y se tapó la cara con las manos. Luego, buscó uno de esos árboles que andaban perdidos por la sierra y corrió hacia allí.

El primero que lo siguió fue Juanito, detrás Niko, el más chico de los primos y, más lejos, los demás: Jan y Marcucho. Se detuvieron bajo la sombra del árbol y Guato miró hacia arriba.

-Haceme piecito –le pidió a Juanito, quien juntó sus manos para formar un escalón, que le permitiera apoyar su pierna y subir.

Guato trepó sin dificultad y cuando estuvo arriba, le pidió a su hermano Jan que hiciera lo mismo con Juanito, quien si bien era un escalador experto, ésa era la primera vez que iba a trepar un árbol. Los ojos se le iluminaron de un modo extraño, era evidente que estaba feliz.

Fue Jan también el que ayudó al pequeño Niko desde abajo, mientras Guato lo recibía en sus brazos y lo acomodaba a su lado.

El árbol era enorme, con grandes ramas que se extendían hacia los costados. Enseguida subió Marcucho y, por fin, Jan.

En ese momento, los cinco primos miraban el mundo desde lo alto. En el cielo turquesa aparecieron como puntos diminutos, dos chimangos que volaban en círculos y buscaban los restos de algún animal para hacer su festín de almuerzo.

Así estuvieron un buen rato hasta que Juanito se movió de tal modo que cayó hacia el piso. Su cuerpo rodó lentamente sin hacerse el menor rasguño. Como escalador sabía que al girar, amortiguaba la caída.

Se detuvo boca abajo, con los ojos casi pegados al pasto. Sacó la lupa que había guardado en un bolsillo y observó. Un caracol apareció delante de él. Era la primera vez que veía uno desde tan cerca. El bicho lo miró levantando una ceja, desconfiado. Tenía pestañas largas y un pequeño pañuelo alrededor de su cuello.

-Vengan a ver esto –le gritó Juanito a sus primos, no podía creer lo que tenía delante.

Bajaron del árbol y se acercaron al caracol. Niko, al verlo comenzó a reír a carcajadas. Los demás, se quedaron mudos, estaban absolutamente extrañados.

Enseguida aparecieron cuatro más. Cada uno de ellos tenía algo especial. Un sombrero con lunares, anteojos de sol, una pipa tan grande que era casi imposible de trasportar y un collar de semillas rojas.

Marcucho propuso una carrera. Una carrera de caracoles. Como había cinco, cada uno podía representar a uno de los primos. Los colocaron en una línea recta: la largada.

Los caracoles, que todavía no entendían bien qué estaba sucediendo, se dispusieron a alistarse para la carrera pues se entusiasmaron con la posibilidad de una competencia divertida.

Jan se paró, puso su mano delante de la fila y al levantarla, dio la orden de largada. Los caracoles se movían lentamente, torcían sus direcciones, parecían desafiar el objetivo, daban la impresión de que, a ese paso, nunca llegarían. Pero ellos no tenían ninguna prisa.

Guato, no paraba de reírse, su caracol se había detenido a comer una hoja enorme y reluciente, sabía que no tenía ninguna oportunidad de ganar, aunque al parecer tampoco le importaba.

Marcucho gritaba, cantaba, hacía todo los posible por alentar a su bicho cuando de repente el caracol, que iba a la cabeza, se detuvo:

-¿¡Podés parar de gritar chiquitín!? –le dijo intentando levantar el tono de su voz lo más que podía.

Los cinco primos se quedaron en silencio y se miraron extrañados. Niko, con sólo cuatro años fue el único que le contestó:

-¡¡¡Y vos desde cuándo hablás, babosa sin patas!!!

El grupo de caracoles se colocó uno encima de otro para que el charlatán estuviera más a la altura de los niños.

-Hablo porque tengo lengua... ¿o vos te crees que sólo los chicos pueden hablar? –Lo dijo de un modo desafiante, como si buscara provocar una pelea, aunque sabía que tendría todas las de perder en ese combate desigual. Quizás por eso, inmediatamente los cinco primos le tuvieron respeto.

De pronto, los ladridos de Tuco y Poncho se escucharon a lo lejos y en pocos segundos estaban ahí. Las patas de Tuco “chocaron los cuatro” con el caparazón de uno de los caracoles.
Era evidente que se conocían. Luego se escuchó una voz que los llamaba desde la lejanía, era la hora del almuerzo y los chicos lo habían olvidado. Poncho se acercó a Juanito y comenzó a lamerle la cara mientras la torre de caracoles se desarmaba y uno a uno se perdían entre el pasto.

-Mañana les tocará el turno a estos primos, entonces los vamos a hacer correr nosotros a ellos. Sí que nos vamos a divertir –murmuró el caracol que tenía un sombrero con lunares y los otros aplaudieron de contentos por tamaña ocurrencia.

No hizo falta que nadie dijera nada para que comprendieran que la carrera de caracoles se había terminado y que era el momento de volver a casa.