domingo, 17 de mayo de 2009

El primer secreto bien guardado

¡Por fin había nacido mi hermano! Salió como por un tobogán, cabeza abajo y, en ese momento, me acordé de cuando iba a la plaza. A partir de ese día, todo fue distinto.

Desde el principio nos entendimos perfectamente. Yo lo miraba, me reía y él me guiñaba el ojo como si ya me comprendiera. Pero hubo un día en especial que lo recuerdo muy bien porque sucedió algo que nos convirtió en inseparables: el día que Ulises empezó a toser mariposas. Ése fue nuestro primer secreto.

Yo tenía cuatro años y Ulises dos. Mamá me pidió que lo cuidara mientras ella se daba un baño. Estábamos, entonces, los dos solos. Siempre pensé que aquélla no había sido la primera vez porque Ulises comenzó a toser sin sorprenderse en lo más mínimo. En menos de cinco minutos el comedor estaba lleno de mariposas multicolores que se escabullían por la chimenea del hogar.Yo trataba de atraparlas, pegaba saltos y extendía las manos, pero ellas eran muy astutas y se me escapaban... así me enseñaron que lo mejor era dejarlas volar como quisieran.

Cuando mamá salió del baño, sólo quedaban dos de alas enormes dando vueltas cerca nuestro. Y mamita nos dijo:

- ¡Miren las mariposas!

Y nosotros asentimos con la cabeza y nos quedamos sentados sin decir nada. Si hubiera visto lo que ocurría un momento antes... ¡qué sorpresa se hubiera llevado!, pensé.

Con mi hermano nos pasábamos el día entero jugando en el jardín y claro, siempre estaba lleno de mariposas ya que Ulises las tosía cada mañana. ¡Qué linda mamá!, pensaba que venían por las flores que ella cuidaba.

Y todo estaba tranquilo hasta que llegó ese vecino loco que no tuvo mejor idea que ponerse a cazar las mariposas que salían de nuestro jardín. Claro que siempre esperaba que cruzaran el límite de su casa. Se ocultaba con su red detrás del cerco de flores y cuando las tenía al alcance... ¡zaz! las atrapaba. Luego supimos que las clavaba con alfileres en pequeñas cajas de cristal y se las vendía a los museos de ciencias naturales.

Yo no estaba dispuesta a permitir que continuara con esa masacre y mucho menos Ulises que las hacía nacer de su propia tos. Era lógico, él les tenía un cariño especial.

Ese vecino se llamaba Horacio y era un grandulón peludo, por lo cual comenzamos a decirle el Oso Lacio para que nadie supiera de quién hablábamos. Ulises me avisaba: “Ozoazio” y lo señalaba con el dedo, pero ese desgraciado ya se había escondido detrás de alguna planta.

El Oso Lacio cazaba las mariposas con una red pequeña que había construido él mismo, pero un día vino a nuestras mentes una idea genial: se nos ocurrió hacerlo caer en su propia trampa.

Una noche, cuando mamá y papá dormían, nos levantamos con Ulises y pusimos en marcha nuestro fantástico plan. Sabíamos que el Oso Lacio se levantaba temprano y que si veía mariposas a esas horas se volvería loco de emoción y se metería en nuestro jardín sin importarle nada.

Entonces construimos una gran red “atrapadora” de Osos Lacios. La malla tenía el tamaño suficiente para cubrirlo por completo. Una vez que cayera, nosotros, escondidos en nuestra casita de la palmera, tiraríamos del cable que dejaría caer la red sobre él y lo inmovilizaría. Pretendíamos darle el gran susto de su vida para que dejara de crucificar estos hermosos insectos de colores.

Todavía estaba oscuro cuando Ulises comenzó a toser mariposas. Tosió y tosió hasta que el jardín era una gran nube de alas de colores diferentes. El Oso Lacio pareció presentirlas y salió pocos minutos después. Miró hacia todos lados y como no vio a nadie (nosotros estábamos muy bien escondidos) cruzó el cerco y se metió en nuestro jardín. Daba saltos y atrapaba nuestras mariposas -el muy descarado-, pero poco a poco fue acercándose a lo que sería su fin, su gran escarmiento.

Cuando estuvo en el lugar preciso, Ulises y yo tiramos del cable y la red lo atrapó. El Oso Lacio comenzó a gritar asustado y en seguida salimos corriendo y nos metimos en casa.

Mamá y papá prendieron la luz del jardín y salieron a ver qué sucedía. Lo encontraron llorando al grandulón, apresado en la red llena de mariposas y más asustado que cucaracha en un baile de gallinas. Lo ayudaron a salir y el Oso Lacio corrió desesperado y se metió en su propia casa. Nuestros padres nunca encontraron una explicación a lo que había ocurrido. Después de liberar a Oso Lacio fueron a nuestra habitación pero, Ulises y yo dormíamos como dos angelitos...

De esa manera, logramos nuestro objetivo: el Oso Lacio abandonó esa mala costumbre de cazar mariposas y a nuestro jardín no le faltaron, a partir de entonces, flores de variadas tonalidades y mariposas multicolores.

jueves, 15 de enero de 2009

La bicimágica

El día que su papá Isidro le regaló su primera bicicleta, sucedió algo muy extraño. Era una bicicleta ultra moderna con lucecitas y botones raros de colores. Aimé estaba contentísima y quiso que le enseñara a andar lo antes posible.

Ese mismo domingo salieron a un parque y Aimé anduvo toda la mañana en su bicicleta con rueditas. A la tarde ya se sentía una experta y le pidió a su papá:

-Papi, sacale las rueditas.

En los primeros intentos, Aimé se tambaleaba para todos lados, pero con la ayuda de Isidro logró aprender enseguida. Recorría el parque de una punta a la otra, aceleraba la velocidad y ¡hasta andaba sin manos!

-¡Papi, mirá! –le gritaba desde su bicicleta con las manos en alto.

Pero lo que fue verdaderamente extraño sucedió cuando Aimé apretó uno de los botones de colores que había por todos lados: era azul y decía “alas”.

En ese momento, el manubrio se transformó por completo en dos hermosas alas metálicas con algunas plumas en los extremos. Como Aimé estaba pedaleando a toda velocidad, la bicicleta cobró altura enseguida.

Isidro no podía creer lo que estaba viendo. Aimé tenía una sonrisa inmensa y lo saludaba desde lo alto mientras se alejaba hacia algún lugar incierto.

Pronto se perdió de vista y su padre comenzó a preocuparse. Corrió hasta su casa y buscó en Internet datos sobre la bicicleta que había comprado. En la página había un link que parpadeaba y decía: “Respuestas frecuentes para padres preocupados”. Isidro clickeó allí.

Ante sus ojos apareció una lista extensa de datos:

1.- Si su hij@ sale con su bicicleta de noche, ¡no se preocupe!, BICIMÁGICA tiene un sistema de luces automático.

2.- Si su BICIMÁGICA se transforma en un cangrejo mecánico, ¡no se preocupe!, detrás de la oreja izquierda del animal encontrará un botón que dice “cangrejo” que la trasformará nuevamente en su bicicleta tradicional.

3.- Si su hij@ cae al agua con su BICIMÁGICA, ¡no se preocupe!, el sensor de humedad transformará automáticamente su bicicleta en una bicianfibia. Recuerde que un botón con ese nombre se encuentra junto al timón y le permitirá trasformarla nuevamente en su bicicleta tradicional.

4.- Si su hij@ sale volando por los aires con su BICIMÁGICA, ¡no se preocupe!, el GPS de la bicicleta ya ha registrado la dirección de su casa el día en que usted la compró, por lo tanto, después de que su hij@ se canse de vivir extraordinarias aventuras, con sólo pedir en voz alta que quiere regresar, la BICIMÁGICA, lo hará automáticamente.

En ese punto se detuvo Isidro ya que era el que le interesaba. Se quedó pensativo unos instantes y luego decidió llamar por teléfono al negocio donde la compró. Lo atendió una voz grabada que le daba dieciocho opciones. Finalmente logró que alguien lo atendiera.

-¡No se preocupe! –le dijo una señorita, enseguida detectaremos con nuestro satélite donde se encuentra su hija ya que Bicimágica trae un dispositivo que... –Isidro la interrumpió.

-Se puede apurar, por favor... –el padre de Aimé comenzaba a perder la paciencia.

-A ver... a ver...-dijo la señorita –acá está, quédese tranquilo, su hija se encuentra volando sobre la selva amazónica.

-¿¡Qué está diciendo!? –gritó Isidro –¿usted se volvió completamente loca?

-Cálmese, señor, todos estos inconvenientes están pensados por Bicimágica. El sistema de ultravelocidad la devolverá a su casa en un instante, pero la niña debe pedirlo en voz alta...

-¿Y cómo cuernos va a saber mi hija que tiene que pedirlo? –preguntó el padre, angustiado.

-Bueno... este... –la señorita comenzó a dudar -, claro, ¡la llamaremos por teléfono!, porque bicimágica lleva debajo del asiento un teléfono satelital, ya lo comunico..., espere un momento... sí, aquí está, ahora hable con su hija.

-¿Aimé? –preguntó su padre.

-Hola papi, acabo de ver un millón de monos que me saludaban desde los árboles.

-Aimé, escuchame –la interrumpió su padre -, tenés que pedirle en voz alta a la bicicleta que te traiga a casa.

-Pero papá, estoy muy divertida acá... ufa...

-Hija, por favor, quiero que estés en casa inmediatamente –agregó Isidro.

De pronto, se escuchó una interferencia, otra, y la comunicación se cortó. El padre de Aimé tenía los pelos de punta.

Mientras tanto Aimé continuaba volando sobre el río Amazonas. La selva a su alrededor parecía una inmensa alfombra verde. Giró su manubrio de alas y avanzó a toda velocidad en dirección al sur. De pronto, se sorprendió al ver que la selva se acababa de pronto, como si alguien la hubiese cortado con una tijera. Entonces, aparecieron campos de color marrón y otros de color amarillo, “claro, son campos cultivados”, pensó Aimé, sin embargo le dio tristeza que se acabara una selva tan hermosa.

Más adelante se cruzó con una bandada de pájaros que se acercaron para conversar.

-¡Qué hermosa bicicleta! –dijo uno de ellos.

-¡Qué modernidad, esas alas mecánicas!, ojalá tuviera yo una de ésas –agregó otro que parecía ser muy haragán.

Y Aimé se encontraba con tantas cosas interesantes que no quería volver a su casa todavía, así que siguió paseando un rato más.

Pero cuando estaba sobrevolando un campo lleno de palmeras escuchó unos ruidos extraños. Dos oficiales de la policía se acercaban volando hasta ella cada cual en una bicimágica. Desde lejos le hacían señas con las manos. Y lo más sorprendente para la niña fue ver que cerca de ellos venía su propio padre en otra bicimágica.
-¡Hola Aimé! –le gritó Isidro que en ese momento traía una sonrisa tan grande como la de su hija.

-Hola papi –Aimé lo saludaba con las dos manos en alto.

Enseguida se pudieron encontrar y viajaron juntos en sus bicimágicas hasta las montañas de Mendoza. Aimé nunca había visto la nieve y aprovecharon que las altas cumbres estaban nevadas todo el año.

Cuando ya caía la noche decidieron volver. Pidieron en voz alta regresar a casa y a una velocidad ultra rápida ya estaban allí. Finalmente Isidro decidió comprar una bicimágica para él también y a partir de ese día, cada domingo salen de paseo por los lugares más hermosos del planeta.

viernes, 25 de enero de 2008

El mundo desde otro lugar

dedicado a Juan Cruz Muñoz Cabrera

Amaban las sierras de Tandil y aquel día había sido muy especial.

Jan, el mayor de los primos, iba a la cabeza de una nueva excursión. Llevaba en su mano una lupa enorme con la que podían observar los detalles más diminutos de la naturaleza.

De pronto, se detuvieron frente a un hormiguero. Marcucho tomó la lupa y observó. Los otros cuatro se agruparon detrás de él. Juanito abrió los ojos de asombro, le encantaban esos juegos con sus primos.

El mundo de las hormigas era maravilloso. Eran incontables y se movían con gran organización para poder entrar y salir del agujero sin molestarse. Las que llegaban, cargaban sobre su espalda hojas gigantes; costaba entender cómo podían trasportarlas en sus pequeños cuerpos.

Después le tocó el turno a Juanito, buscó con la lupa y se detuvo en unos hongos naranjas que estaban en la corteza de un árbol. Desde lejos no llamaban la atención, pero con el aumento de la lente cobraban vida, se volvían mágicos, descubrían detalles que los convertían en seres increíbles, casi misteriosos.

Mientras tanto, Guato miraba a su alrededor. De pronto, el sol encandiló sus ojos y se tapó la cara con las manos. Luego, buscó uno de esos árboles que andaban perdidos por la sierra y corrió hacia allí.

El primero que lo siguió fue Juanito, detrás Niko, el más chico de los primos y, más lejos, los demás: Jan y Marcucho. Se detuvieron bajo la sombra del árbol y Guato miró hacia arriba.

-Haceme piecito –le pidió a Juanito, quien juntó sus manos para formar un escalón, que le permitiera apoyar su pierna y subir.

Guato trepó sin dificultad y cuando estuvo arriba, le pidió a su hermano Jan que hiciera lo mismo con Juanito, quien si bien era un escalador experto, ésa era la primera vez que iba a trepar un árbol. Los ojos se le iluminaron de un modo extraño, era evidente que estaba feliz.

Fue Jan también el que ayudó al pequeño Niko desde abajo, mientras Guato lo recibía en sus brazos y lo acomodaba a su lado.

El árbol era enorme, con grandes ramas que se extendían hacia los costados. Enseguida subió Marcucho y, por fin, Jan.

En ese momento, los cinco primos miraban el mundo desde lo alto. En el cielo turquesa aparecieron como puntos diminutos, dos chimangos que volaban en círculos y buscaban los restos de algún animal para hacer su festín de almuerzo.

Así estuvieron un buen rato hasta que Juanito se movió de tal modo que cayó hacia el piso. Su cuerpo rodó lentamente sin hacerse el menor rasguño. Como escalador sabía que al girar, amortiguaba la caída.

Se detuvo boca abajo, con los ojos casi pegados al pasto. Sacó la lupa que había guardado en un bolsillo y observó. Un caracol apareció delante de él. Era la primera vez que veía uno desde tan cerca. El bicho lo miró levantando una ceja, desconfiado. Tenía pestañas largas y un pequeño pañuelo alrededor de su cuello.

-Vengan a ver esto –le gritó Juanito a sus primos, no podía creer lo que tenía delante.

Bajaron del árbol y se acercaron al caracol. Niko, al verlo comenzó a reír a carcajadas. Los demás, se quedaron mudos, estaban absolutamente extrañados.

Enseguida aparecieron cuatro más. Cada uno de ellos tenía algo especial. Un sombrero con lunares, anteojos de sol, una pipa tan grande que era casi imposible de trasportar y un collar de semillas rojas.

Marcucho propuso una carrera. Una carrera de caracoles. Como había cinco, cada uno podía representar a uno de los primos. Los colocaron en una línea recta: la largada.

Los caracoles, que todavía no entendían bien qué estaba sucediendo, se dispusieron a alistarse para la carrera pues se entusiasmaron con la posibilidad de una competencia divertida.

Jan se paró, puso su mano delante de la fila y al levantarla, dio la orden de largada. Los caracoles se movían lentamente, torcían sus direcciones, parecían desafiar el objetivo, daban la impresión de que, a ese paso, nunca llegarían. Pero ellos no tenían ninguna prisa.

Guato, no paraba de reírse, su caracol se había detenido a comer una hoja enorme y reluciente, sabía que no tenía ninguna oportunidad de ganar, aunque al parecer tampoco le importaba.

Marcucho gritaba, cantaba, hacía todo los posible por alentar a su bicho cuando de repente el caracol, que iba a la cabeza, se detuvo:

-¿¡Podés parar de gritar chiquitín!? –le dijo intentando levantar el tono de su voz lo más que podía.

Los cinco primos se quedaron en silencio y se miraron extrañados. Niko, con sólo cuatro años fue el único que le contestó:

-¡¡¡Y vos desde cuándo hablás, babosa sin patas!!!

El grupo de caracoles se colocó uno encima de otro para que el charlatán estuviera más a la altura de los niños.

-Hablo porque tengo lengua... ¿o vos te crees que sólo los chicos pueden hablar? –Lo dijo de un modo desafiante, como si buscara provocar una pelea, aunque sabía que tendría todas las de perder en ese combate desigual. Quizás por eso, inmediatamente los cinco primos le tuvieron respeto.

De pronto, los ladridos de Tuco y Poncho se escucharon a lo lejos y en pocos segundos estaban ahí. Las patas de Tuco “chocaron los cuatro” con el caparazón de uno de los caracoles.
Era evidente que se conocían. Luego se escuchó una voz que los llamaba desde la lejanía, era la hora del almuerzo y los chicos lo habían olvidado. Poncho se acercó a Juanito y comenzó a lamerle la cara mientras la torre de caracoles se desarmaba y uno a uno se perdían entre el pasto.

-Mañana les tocará el turno a estos primos, entonces los vamos a hacer correr nosotros a ellos. Sí que nos vamos a divertir –murmuró el caracol que tenía un sombrero con lunares y los otros aplaudieron de contentos por tamaña ocurrencia.

No hizo falta que nadie dijera nada para que comprendieran que la carrera de caracoles se había terminado y que era el momento de volver a casa.

lunes, 10 de septiembre de 2007

Ritmos Cámalots en la montaña

dedicado a Valentín Lobo

Se llamaba Valentín, tal vez, porque era valiente; porque no se paralizaba ante el miedo y porque su gusto por la aventura era inagotable.

Ya en una de sus primeras vacaciones en la montaña, a pesar de tener sólo cuatro años, tuvo que poner en práctica todo su coraje. Viajó con su mamá, su papá y Julián, su hermano dos años mayor, quien siempre lo acompañaba en sus travesuras.

Llegaron a Frey, en el cerro Catedral de Bariloche, cuando comenzaba la tarde, después de una larga caminata montaña arriba. Frente a una laguna indescriptible sus papás armaron la carpa. Estaban rodeados de agujas de roca por las que trepaban como lagartijas decenas de escaladores.

Valentín se había acostado en la tierra y miraba el cielo. Las nubes pasaban rápido dibujando formas extrañas y fantásticas. De pronto, su hermano Julián se acercó y le dijo:

-¡Mirá Valentín! –le gritó entusiasmado mientras señalaba una especie de cueva en las rocas -¡Un duende!

Valentín se paró de un salto y observó. Ese mensaje anunciaba una nueva aventura. Entre ellos, con un solo gesto, se entendían.

Los dos hermanos corrieron hacia la cueva hipnotizados por la curiosidad. Sus papás los vieron correr hacia una ola de roca que estaba cerca.

-No se vayan lejos –les gritó Walter, su papá.

Valentín y Julián se detuvieron en la entrada, el interior estaba completamente oscuro. Valentín entró primero, tratando de aguantar unas risas nerviosas. Julián detrás empezó a abrir la mochila que había alcanzado a cargar y sacó su linterna frontal (llevala siempre, le había dicho su papá). Avanzaban en la oscuridad y rodeados de infinitos ruidos cuando Julián encendió la luz.

Valentín observó las paredes que estaban húmedas y cubiertas de una extraña sustancia azul. Su rostro era de completo asombro. Ninguno hablaba, sólo estaban atentos a cada sonido del interior y a los murmullos que venían de afuera y que se hacían cada vez más imperceptibles.

De pronto, un chasquido extraño los hizo detener. Los hermanos se pararon uno junto al otro, sus cuerpos temblorosos se rozaban. Valentín tomó la linterna y buscó con la luz alrededor de ellos, intentando tener más detalles de lo que ocurría.

Primero fue una sombra, luego un temblor en la roca y, al final, un estallido de luces y humo que transformó el lugar:

Un grupo de seres extraños con cuerpo alargado de acero y unos cables que sostenían las dos partes móviles de sus cabezas, comenzaron a tocar música golpeando sus cuerpos contra las paredes. Valentín y Julián no alcanzaban a comprender todo aquel entorno mágico que los rodeaba, pero el murmullo metálico con ritmos novedosos los atrajo.

Eran los Cámalots una especie que sólo habitaba las fisuras de roca...

Valentín tragó saliva y, sólo después, comenzó a reír. Julián fue atrapado por uno de esos ataques de hipo a los que estaba acostumbrado y entonces los Cámalots se contagiaron con el ritmo de ese sonido.

-Esta es la bienvenida que le damos a los niños que vienen a la montaña –dijo un Cámalot -, forma parte de la tradición de los escaladores.

Valentín no podía cerrar su boca del asombro. Julián sólo hizo un gesto de agradecimiento, el hipo no lo dejaba hablar. Ambos se quedaron maravillados sin pronunciar palabra alguna.

Enseguida aparecieron otros seres: las viboritas cordín, las nueces hexagonales y los clavos rockeros que iniciaron el baile.

Los hermanos siguieron el ritmo guiados por la euforia y el entusiasmo de esa magia que más parecía una murga callejera trasladada a un escenario equivocado: la montaña.

Luego se escuchó una voz:

-¡Chicos! –gritó su padre y un nuevo estallido hizo que la fiesta desapareciera, que se esfumara casi como por arte de magia. Todo recobró la rutina y la normalidad, perdiendo los retoques asombrosos que sólo niños fantasiosos pueden darle a los encuentros.

Cuando Walter llegó hasta donde estaban sus hijos, ellos todavía estaban agitados por la danza y con una sonrisa que nunca nadie iba a borrar de sus rostros.

viernes, 7 de septiembre de 2007

Una fiesta en el país de flores de lavanda

dedicado a Isabela Asaro

El día que cumplí siete años, mis papás y mis tíos se habían reunido para festejar. Estábamos sentados en el pasto alrededor de un mantel de flores y todos se reían. Mi hermanito Ulises, que tenía entonces cuatro años, ya se había quedado dormido y yo estaba más aburrida que una ostra. Mi mano jugaba con una cuchara en una cazuelita de cerámica que había hecho mi mamá. Ellos hablaban de cosas que no entendía todavía y mi deseo era que hubiera otros niños allí, pero no había. En un momento mi papá me dijo que con la trompa que tenía parecía un elefante. Una vez había visto un elefante en el zoológico y me había parecido hermoso, pero no me gustaba que me dijera que yo parecía un elefante. En ese momento sentí algo que me sobresaltó:

-¡Ay! –grité –¡me están picando las hormigas!

Nadie prestó atención a mis palabras y por eso mi trompa crecía más y más. Miré a las hormigas que caminaban en filas. “Qué ordenadas que son”, pensé. Y tomé una que caminaba por la mitad de la línea de insectos. La guardé entre mis dos dedos un momento y esperé a que nadie me mirara. Luego me la comí.

Un torbellino de formas multicolores giró a mi alrededor. Todo mi cuerpo tembló desde adentro hacia afuera. Cuando miré las palmas de mis manos me di cuenta de que ya no eran manos como las de todos los niños sino que parecían las patas de mi perra Pinki. Pero tampoco eran las patas de mi perra, ¡eran las patas de un oso hormiguero! ¡Me había convertido en una osa hormiguera! Nunca me había pasado algo más divertido en mi toda vida.

Mi trompa de elefante había sufrido una ligera modificación. Ahora sentía los olores del pasto profundamente. Pronto pensé en alimentarme de algunas hormigas más. Pero cuando intenté hacerlo, una de ellas, la más grande, se acercó hasta mi hocico y me dijo con mucha elegancia, pero a la vez con enojo:

-¿Te gustaría que yo me comiera a tus papás y a tus tíos?

En seguida me arrodillé ante ella y le imploré:

-No, por favor, no te los comas, te prometo que yo no voy a comer más hormigas.

El insecto me miró con desconfianza y luego me hizo un gesto con su pata índice mientras se alejaba para unirse con sus compañeras.

Mi familia continuaba sus conversaciones y no prestó atención a mi transformación. Entonces aproveché a escabullirme hacia la huerta del fondo. Me escondí entre las verduras y los tomates de mamá. Allí no podrían verme, de otra manera, ¿Qué iba a decirles?! ¡¿qué ya no era una niña sino una osa hormiguera?! ¡no! ¡les parecería muy extraño! ¡no me creerían!

En la huerta las verduras emanaban sus olores frescos y placenteros. Me acosté como pude –con mi nueva forma- para admirar las estrellas del cielo. Estuve un rato tratando de descifrar las constelaciones cuando de pronto comenzó a caer una estrella fugaz. Se parecía mucho a otras que ya había visto pero ésta no era tan fugaz como las demás, sino que duró el tiempo suficiente como para llegar hasta mí y levantarme en el aire sin que yo pudiera resistirme.

Volamos por el espacio durante horas sin decir una palabra cuando de pronto detuvo su velocidad y me miró a los ojos:

-Hola Isabella! Hoy te ha tocado una buena estrella y me “pidieron” que te llevara a pasear.

Yo no salía de mi asombro: una estrella fugaz hablándome!

-Y “quienes” te pidieron? –le pregunté aún desconcertada.

-¡¿Cómo quiénes?! Tus ángeles. ¿Acaso hoy no es tu cumpleaños?

-Sí, bueno, pero...

De pronto descendimos en un planeta lleno de flores de lavanda.

-Este es el País de Flores de Lavanda. Lo elegimos cuidadosamente para festejar tu cumpleaños, espero que... –de repente se detuvo y luego me dijo- Mira, ahí vienen tus ángeles.

La estrella hablaba con tanta naturalidad que yo no podía hacer otra cosa que prestarle atención y seguir sus indicaciones. Todo me parecía muy extraño pero de a poco me iba acostumbrando.

Un gato con manchitas y dos alas en la espalda se acercó para saludarme:

-¡Isabela!, te estábamos esperando.

El gato habló, pero yo nunca había oído hablar a mis gatos. Picuco, Naima, Omara y la Negrita me acompañaban siempre en mis juegos, pero nunca me habían hablado así. Pensé que quizá yo había imaginado sus palabras entonces le pregunté:

-¿Cuál es tu nombre?

El gato extendió sus dos garras y abrazó mi cuerpo de osa hormiguera.

-Mucho gusto, soy Tirica

Mi asombro no fue tan grande porque me respondió sino porque recordé que yo ya no era una niña y eso era verdaderamente extraño. Sin embargo, todo parecía maravilloso a mi alrededor. Recordé que hacía sólo un momento había sentido un gran aburrimiento y ahora todo era divertido. Miré a lo lejos y vi que llegaban hasta nosotros los demás invitados, cada uno de los cuales llevaba dos alas en la espalda: una viborita de color verde brillante, un zorro de cola roja, un pájaro de enormes alas, un caballo salvaje y ¡hasta un elefante enano!

-¡No es un elefante! –dijo Tirica como si leyera mis pensamientos- es un tapir, ¿es que acaso no conoces los animales del mundo?

-La verdad es que no lo conocía –le contesté como pidiéndole disculpas.

-Bueno, no importa –dijo el gato- es mejor que prestes atención porque todo el tiempo puedes aprender algo nuevo- y se puso a bailar como un gato loco.

Todos venían cantando y tocaban tambores y flautas de distintos tamaños. Pronto me subieron en el lomo del tapir y me llevaron a pasear. Las dos alas de su lomo me protegían de cualquier caída. Visitamos lugares increíbles en los cuales estoy segura de no haber estado antes. Las flores tenía tamaños asombrosos y crecían delante de nuestros ojos a una gran velocidad. Los pétalos carnosos, verdes y naranjas, se abrían como si nos saludaran. A un costado se elevaban dos sierras de roca de granito violeta y por sus paredes verticales unos monos cantores subían haciendo un espectáculo alucinante. Todos reían y brindaban con un brebaje que sacaban de los frutos de la naturaleza.

Por fin llegamos a la orilla de un lago de aguas termales. De su superficie calma se elevaba un vapor violáceo que desaparecía en el cielo. Los pájaros llegaron en bandadas y se instalaron en semicírculo en los árboles que estaban alrededor nuestro. Eran pájaros comunes con la diferencia de que sus alas eran transparentes. Entre todos comenzaron a cantarme el feliz cumpleaños en un idioma extraño:

-¡Qy luz kulpas triliz! ¡Qy luz kulpas triliz! ¡Qy luz kulpas, Izabyliu, qy luz kulpas triliz!

Entonces llegó un distinguido jaguar vestido de gala con un moño violeta en su cuello. Traía en sus manos una torta enorme con siete velas encendidas como estrellitas de año nuevo. La colocó delante de mí y yo soplé con todas mis fuerzas. Las velitas se apagaban y volvían a encenderse otra vez hasta pasar por los siete colores del arco iris. Cuando ya casi no me quedaba aire se apagaron por fin.

El felino cortó las porciones de torta con una hoja carnosa de banano. Fue la torta más deliciosa que comí en vida. Todos los sabores del mundo se concentraban allí.
Cada uno de mis invitados comió hasta saciarse y fueron cayendo poco a poco en estado de sueño.

Mi estrella fugaz empezó a bostezar y yo la miré con mis ojos abiertos de temor.

-Está bien, vamos –me dijo sin que yo le hubiera expresado nada.

Me subí en una de sus siete puntas y nos elevamos sobre el lago. Desde allí saludé a mis nuevos amigos que se despertaron para lanzarme besos al aire. Todos sonreían.

-¡Puedes volver cuando quieras! -me gritó Tirica y cuando sonrió pude ver que uno de sus dientes era de brillantes y emanaba una luz particular.

Los saludé con mis patas de osa hormiguera mientras nos fuimos alejando. Cuando llegamos al jardín de mi casa mis papás y mis tíos dormían alrededor del mantel de flores. Me senté junto a mi hermanito Ulises que se había despertado por mi llegada. Me miró extrañado y luego sonrió. Mi cuerpo se estaba transformado otra vez en el de una niña.

La siguiente que se despertó fue mi mamá y me miró con amor. Delante de mí había un bolso de luz que me había dejado la estrella fugaz y que contenía los restos de mi torta de cumpleaños. Se la acerqué a mamá que miró sorprendida. Entonces le guiñé un ojo y ella comprendió todo en un instante.

-¡Despierten! –les dijo a los demás –vamos a probar la torta de Isabela, que ya queda poquita y sino se la va a terminar de comer ella sola. –Se río y me guiñó el ojo.

Otra vez me cantaron el feliz cumpleaños en el idioma común y las velitas tenían sólo luz amarilla, pero yo estaba muy contenta ya. Nadie, nunca me iba a quitar el recuerdo de ese cumpleaños en el planeta de flores de lavanda.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Viaje a las entrañas de los colores

dedicado a Julián Lobo

Pocos niños en el mundo tenían una memoria tan prodigiosa como la de Julián. En pequeños pensamientos o en sueños, algunas veces recordaba sus prolongados buceos por el interior de su madre. Otras, las visiones se referían al momento del parto y la imagen que más permanecía en su mente era la salida veloz de su cuerpo a través de un divertidísimo tobogán acuático. Este viaje finalizaba en las manos tibias de su padre que lo recibían en medio de luces de todos los colores. Aquel trascendental día, Julián imaginó que, además, miles de personas aplaudían su llegada al mundo y él sonreía mientras levantaba sus bracitos en señal de agradecimiento.

Todo parecía ser alegría en la vida de Julián, si no fuera por ese hipo empecinado que lo invadía todos los días. Y había que estar preparado para oír los estridentes alaridos que pronunciaba el niño en esos momentos. Su bienestar se interrumpía por exactamente veinticinco minutos al día, que para él y sus padres eran una eternidad.

Con el tiempo, Julián había comenzado a presentir los ataques de hipo y eso le permitía prepararse para combatirlos. Probaba y experimentaba con diferentes métodos: cerraba la boca, se tapaba la nariz, tomaba un vaso de agua sin respirar, miraba hacia arriba, pedía que lo asustaran... Sin embargo, no había manera de interrumpir aquellos veinticinco minutos de pesadilla. Julián se resistía de todas las maneras imaginables, pero el hipo lo dominaba por completo.

Pero el problema no era sólo soportar ese fugaz fragmento de tiempo convulsionado, en realidad, aquello comenzó a gestar algo extraño que únicamente Julián pudo descubrir algún tiempo después. El hipo se producía por un ingreso desmedido de oxígeno en el cuerpo. Pero ese exceso era tan sutil que era imposible que alguien lo notara.

De ese modo, aire comenzaba a acumularse en su interior y una sensación de estómago abultado lo recorría de pies a cabeza. Entonces su cuerpo crecía lenta pero constantemente. Nadie percibía el cambio, además, porque Julián era un niño en pleno crecimiento que comía como lima nueva. Claro, todos pensaban que Julián estaba engordando, que era un glotón. Pero lo que en realidad sucedía, era que Julián se estaba inflando.

A los cuatro años, su contextura era casi la de una esfera perfecta y hasta lograba levitar, a veces, cuando corría. Era como un barrilete llevado por el viento o como un globo inflado en una fiesta. Para esa época, los ataques de hipo eran menos frecuentes y aunque aún continuaban, Julián se veía mucho más alegre y feliz, porque finalmente había aprendido a disfrutar de la vida. Y el saber disfrutar, es generalmente recompensado con sorpresas inesperadas.

Una noche, cuando recién había cumplido los cinco años, Julián daba vueltas en su cama y no podía dormirse. Su cuerpo esférico comenzaba a incomodarle, pero él siempre tenía buenos pensamientos que lo distraían de esas molestias. Sin embargo, todo se agravó cuando tuvo un nuevo ataque de hipo. Aquella vez duró exactamente cincuenta minutos, el doble de lo habitual y tuvo sus consecuencias. El exceso de aire fue inesperado y produjo una hinchazón tal que el niño comenzó a flotar levemente sobre la cama.

Julián no tuvo ningún control sobre su cuerpo que se deslizó en el aire en dirección a la ventana, la atravesó y se alejó lentamente de la casa. La brisa nocturna le hacía cosquillas debajo de los brazos o lo giraba en círculos. Pronto, el niño descubrió cierta diversión en tal aventura y comenzó a prestar atención a todo cuánto sucedía a su alrededor.

Era una noche oscura, sin luna, por lo cual el brillo de las estrellas contrastaba con el cielo negro. Hacia abajo, la ciudad se alejaba y, si miraba hacia arriba, las estrellas adquirían un mayor tamaño e intensidad.

De pronto, una luz se encendió delante de él en forma de óvalo. El cuerpo circular de Julián atravesó esa especie de abertura con algo de dificultad. Entonces un mundo mágico surgió ante sus ojos: imágenes increíblemente hermosas, colores que nunca antes había visto, olores que hacían erizar su piel, todo deslumbraba sus cinco sentidos. Recorrió paisajes insólitos poblados de seres pequeñísimos y complejos, conoció construcciones muy antiguas y súper modernas, admiró obras de arte en museos gigantescos y tocó las texturas más estremecedoras de su vida. Transitó kilómetros y kilómetros, en los que el tiempo trascurría en todas direcciones. El antes y el después se superponían y su percepción de la realidad comenzaba a ampliarse pero a la vez, a confundirse.

Nunca olvidaría su deambular por uno de los arco iris más brillantes de los que tengan memoria los simples mortales. Al penetrar en esa estela de colores sintió una agradable sensación de humedad y un extraño olor a hierba mojada le penetró por todos sus sentidos. El tránsito por cada una de las tonalidades de ese espectro luminoso le marcaría su vida para siempre. Con el color rojo sintió que un vapor le recorría todo el cuerpo; al atravesar la capa naranja su pelo se transfiguró rizándose completamente. Un calor tibio repiqueteó sobre su rostro cuando llegó al color amarillo. Con el verde, lo invadió el perfume del campo después de la lluvia. Después traspasó el azul y le pareció escuchar el sonido del agua cuando uno se sumerge; al llegar al índigo, sus palmas de sus manos se erizaron de frío y, al final, cuando cruzó al violeta, no pudo evitar reír a carcajadas como si alguien le estuviera haciendo cosquillas.

Semejante viaje le produjo un gran desgaste de energía y poco a poco su cuerpo fue desinflándose. Su visión aérea comenzaba a hacerse cada vez más terrestre. Entonces, cuando ya casi rozaba el suelo, la entrada ovalada de luz volvió a abrirse ante él. Julián ya no tuvo inconvenientes en atravesarla, porque su cuerpo había adelgazado notablemente. Del otro lado, encontró la misma noche sin luna en la que tanto tiempo atrás recordaba haber iniciado su fantástico viaje.

Con el poco aire que le quedaba en su cuerpo logró llegar sin dificultad a su casa. Gracias a las últimas exhalaciones pudo colarse, no sin dificultad, por la ventana de su cuarto y meterse en la cama. El resto de la noche durmió plácidamente.

Por la mañana, cuando sus padres lo fueron a despertar, fue grande la sorpresa al descubrir que su hijo ya no tenía el cuerpo inflado como una esfera, sino que era un espigado niño. Preocupados, lo llevaron a diversos médicos, pero todos los exámenes resultaban óptimos. Ninguno encontraba anormalidades, por el contrario, estaban admirados de la vitalidad del niño, de la frescura de su piel y de los colores que irradiaban sus ojos. Finalmente sus padres aceptaron que Julián gozaba de excelente salud y poco a poco olvidaron el impresionante cambio que se había producido.

Por su parte, Julián prefirió guardar el secreto de su aventura como un preciado tesoro. Y con el tiempo comenzó distraerse con su presente y a olvidar muchos de los detalles de su recorrido. Pero un día pareció recordar todo de repente, fue en el momento en que un ataque de hipo lo invadió nuevamente mientras jugaba con sus compañeros de la escuela. Los ojos de Julián reflejaron un brillo especial. Miró hacia arriba y sintió un extraño olor a humedad. El viento comenzó a soplar muy fuertemente. Con seguridad comenzaría a llover y, al despejarse, en el cielo volvería a aparecer el mismo arco iris que nunca iba a borrar de sus recuerdos.