lunes, 3 de septiembre de 2007

Viaje a las entrañas de los colores

dedicado a Julián Lobo

Pocos niños en el mundo tenían una memoria tan prodigiosa como la de Julián. En pequeños pensamientos o en sueños, algunas veces recordaba sus prolongados buceos por el interior de su madre. Otras, las visiones se referían al momento del parto y la imagen que más permanecía en su mente era la salida veloz de su cuerpo a través de un divertidísimo tobogán acuático. Este viaje finalizaba en las manos tibias de su padre que lo recibían en medio de luces de todos los colores. Aquel trascendental día, Julián imaginó que, además, miles de personas aplaudían su llegada al mundo y él sonreía mientras levantaba sus bracitos en señal de agradecimiento.

Todo parecía ser alegría en la vida de Julián, si no fuera por ese hipo empecinado que lo invadía todos los días. Y había que estar preparado para oír los estridentes alaridos que pronunciaba el niño en esos momentos. Su bienestar se interrumpía por exactamente veinticinco minutos al día, que para él y sus padres eran una eternidad.

Con el tiempo, Julián había comenzado a presentir los ataques de hipo y eso le permitía prepararse para combatirlos. Probaba y experimentaba con diferentes métodos: cerraba la boca, se tapaba la nariz, tomaba un vaso de agua sin respirar, miraba hacia arriba, pedía que lo asustaran... Sin embargo, no había manera de interrumpir aquellos veinticinco minutos de pesadilla. Julián se resistía de todas las maneras imaginables, pero el hipo lo dominaba por completo.

Pero el problema no era sólo soportar ese fugaz fragmento de tiempo convulsionado, en realidad, aquello comenzó a gestar algo extraño que únicamente Julián pudo descubrir algún tiempo después. El hipo se producía por un ingreso desmedido de oxígeno en el cuerpo. Pero ese exceso era tan sutil que era imposible que alguien lo notara.

De ese modo, aire comenzaba a acumularse en su interior y una sensación de estómago abultado lo recorría de pies a cabeza. Entonces su cuerpo crecía lenta pero constantemente. Nadie percibía el cambio, además, porque Julián era un niño en pleno crecimiento que comía como lima nueva. Claro, todos pensaban que Julián estaba engordando, que era un glotón. Pero lo que en realidad sucedía, era que Julián se estaba inflando.

A los cuatro años, su contextura era casi la de una esfera perfecta y hasta lograba levitar, a veces, cuando corría. Era como un barrilete llevado por el viento o como un globo inflado en una fiesta. Para esa época, los ataques de hipo eran menos frecuentes y aunque aún continuaban, Julián se veía mucho más alegre y feliz, porque finalmente había aprendido a disfrutar de la vida. Y el saber disfrutar, es generalmente recompensado con sorpresas inesperadas.

Una noche, cuando recién había cumplido los cinco años, Julián daba vueltas en su cama y no podía dormirse. Su cuerpo esférico comenzaba a incomodarle, pero él siempre tenía buenos pensamientos que lo distraían de esas molestias. Sin embargo, todo se agravó cuando tuvo un nuevo ataque de hipo. Aquella vez duró exactamente cincuenta minutos, el doble de lo habitual y tuvo sus consecuencias. El exceso de aire fue inesperado y produjo una hinchazón tal que el niño comenzó a flotar levemente sobre la cama.

Julián no tuvo ningún control sobre su cuerpo que se deslizó en el aire en dirección a la ventana, la atravesó y se alejó lentamente de la casa. La brisa nocturna le hacía cosquillas debajo de los brazos o lo giraba en círculos. Pronto, el niño descubrió cierta diversión en tal aventura y comenzó a prestar atención a todo cuánto sucedía a su alrededor.

Era una noche oscura, sin luna, por lo cual el brillo de las estrellas contrastaba con el cielo negro. Hacia abajo, la ciudad se alejaba y, si miraba hacia arriba, las estrellas adquirían un mayor tamaño e intensidad.

De pronto, una luz se encendió delante de él en forma de óvalo. El cuerpo circular de Julián atravesó esa especie de abertura con algo de dificultad. Entonces un mundo mágico surgió ante sus ojos: imágenes increíblemente hermosas, colores que nunca antes había visto, olores que hacían erizar su piel, todo deslumbraba sus cinco sentidos. Recorrió paisajes insólitos poblados de seres pequeñísimos y complejos, conoció construcciones muy antiguas y súper modernas, admiró obras de arte en museos gigantescos y tocó las texturas más estremecedoras de su vida. Transitó kilómetros y kilómetros, en los que el tiempo trascurría en todas direcciones. El antes y el después se superponían y su percepción de la realidad comenzaba a ampliarse pero a la vez, a confundirse.

Nunca olvidaría su deambular por uno de los arco iris más brillantes de los que tengan memoria los simples mortales. Al penetrar en esa estela de colores sintió una agradable sensación de humedad y un extraño olor a hierba mojada le penetró por todos sus sentidos. El tránsito por cada una de las tonalidades de ese espectro luminoso le marcaría su vida para siempre. Con el color rojo sintió que un vapor le recorría todo el cuerpo; al atravesar la capa naranja su pelo se transfiguró rizándose completamente. Un calor tibio repiqueteó sobre su rostro cuando llegó al color amarillo. Con el verde, lo invadió el perfume del campo después de la lluvia. Después traspasó el azul y le pareció escuchar el sonido del agua cuando uno se sumerge; al llegar al índigo, sus palmas de sus manos se erizaron de frío y, al final, cuando cruzó al violeta, no pudo evitar reír a carcajadas como si alguien le estuviera haciendo cosquillas.

Semejante viaje le produjo un gran desgaste de energía y poco a poco su cuerpo fue desinflándose. Su visión aérea comenzaba a hacerse cada vez más terrestre. Entonces, cuando ya casi rozaba el suelo, la entrada ovalada de luz volvió a abrirse ante él. Julián ya no tuvo inconvenientes en atravesarla, porque su cuerpo había adelgazado notablemente. Del otro lado, encontró la misma noche sin luna en la que tanto tiempo atrás recordaba haber iniciado su fantástico viaje.

Con el poco aire que le quedaba en su cuerpo logró llegar sin dificultad a su casa. Gracias a las últimas exhalaciones pudo colarse, no sin dificultad, por la ventana de su cuarto y meterse en la cama. El resto de la noche durmió plácidamente.

Por la mañana, cuando sus padres lo fueron a despertar, fue grande la sorpresa al descubrir que su hijo ya no tenía el cuerpo inflado como una esfera, sino que era un espigado niño. Preocupados, lo llevaron a diversos médicos, pero todos los exámenes resultaban óptimos. Ninguno encontraba anormalidades, por el contrario, estaban admirados de la vitalidad del niño, de la frescura de su piel y de los colores que irradiaban sus ojos. Finalmente sus padres aceptaron que Julián gozaba de excelente salud y poco a poco olvidaron el impresionante cambio que se había producido.

Por su parte, Julián prefirió guardar el secreto de su aventura como un preciado tesoro. Y con el tiempo comenzó distraerse con su presente y a olvidar muchos de los detalles de su recorrido. Pero un día pareció recordar todo de repente, fue en el momento en que un ataque de hipo lo invadió nuevamente mientras jugaba con sus compañeros de la escuela. Los ojos de Julián reflejaron un brillo especial. Miró hacia arriba y sintió un extraño olor a humedad. El viento comenzó a soplar muy fuertemente. Con seguridad comenzaría a llover y, al despejarse, en el cielo volvería a aparecer el mismo arco iris que nunca iba a borrar de sus recuerdos.

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