lunes, 10 de septiembre de 2007

Ritmos Cámalots en la montaña

dedicado a Valentín Lobo

Se llamaba Valentín, tal vez, porque era valiente; porque no se paralizaba ante el miedo y porque su gusto por la aventura era inagotable.

Ya en una de sus primeras vacaciones en la montaña, a pesar de tener sólo cuatro años, tuvo que poner en práctica todo su coraje. Viajó con su mamá, su papá y Julián, su hermano dos años mayor, quien siempre lo acompañaba en sus travesuras.

Llegaron a Frey, en el cerro Catedral de Bariloche, cuando comenzaba la tarde, después de una larga caminata montaña arriba. Frente a una laguna indescriptible sus papás armaron la carpa. Estaban rodeados de agujas de roca por las que trepaban como lagartijas decenas de escaladores.

Valentín se había acostado en la tierra y miraba el cielo. Las nubes pasaban rápido dibujando formas extrañas y fantásticas. De pronto, su hermano Julián se acercó y le dijo:

-¡Mirá Valentín! –le gritó entusiasmado mientras señalaba una especie de cueva en las rocas -¡Un duende!

Valentín se paró de un salto y observó. Ese mensaje anunciaba una nueva aventura. Entre ellos, con un solo gesto, se entendían.

Los dos hermanos corrieron hacia la cueva hipnotizados por la curiosidad. Sus papás los vieron correr hacia una ola de roca que estaba cerca.

-No se vayan lejos –les gritó Walter, su papá.

Valentín y Julián se detuvieron en la entrada, el interior estaba completamente oscuro. Valentín entró primero, tratando de aguantar unas risas nerviosas. Julián detrás empezó a abrir la mochila que había alcanzado a cargar y sacó su linterna frontal (llevala siempre, le había dicho su papá). Avanzaban en la oscuridad y rodeados de infinitos ruidos cuando Julián encendió la luz.

Valentín observó las paredes que estaban húmedas y cubiertas de una extraña sustancia azul. Su rostro era de completo asombro. Ninguno hablaba, sólo estaban atentos a cada sonido del interior y a los murmullos que venían de afuera y que se hacían cada vez más imperceptibles.

De pronto, un chasquido extraño los hizo detener. Los hermanos se pararon uno junto al otro, sus cuerpos temblorosos se rozaban. Valentín tomó la linterna y buscó con la luz alrededor de ellos, intentando tener más detalles de lo que ocurría.

Primero fue una sombra, luego un temblor en la roca y, al final, un estallido de luces y humo que transformó el lugar:

Un grupo de seres extraños con cuerpo alargado de acero y unos cables que sostenían las dos partes móviles de sus cabezas, comenzaron a tocar música golpeando sus cuerpos contra las paredes. Valentín y Julián no alcanzaban a comprender todo aquel entorno mágico que los rodeaba, pero el murmullo metálico con ritmos novedosos los atrajo.

Eran los Cámalots una especie que sólo habitaba las fisuras de roca...

Valentín tragó saliva y, sólo después, comenzó a reír. Julián fue atrapado por uno de esos ataques de hipo a los que estaba acostumbrado y entonces los Cámalots se contagiaron con el ritmo de ese sonido.

-Esta es la bienvenida que le damos a los niños que vienen a la montaña –dijo un Cámalot -, forma parte de la tradición de los escaladores.

Valentín no podía cerrar su boca del asombro. Julián sólo hizo un gesto de agradecimiento, el hipo no lo dejaba hablar. Ambos se quedaron maravillados sin pronunciar palabra alguna.

Enseguida aparecieron otros seres: las viboritas cordín, las nueces hexagonales y los clavos rockeros que iniciaron el baile.

Los hermanos siguieron el ritmo guiados por la euforia y el entusiasmo de esa magia que más parecía una murga callejera trasladada a un escenario equivocado: la montaña.

Luego se escuchó una voz:

-¡Chicos! –gritó su padre y un nuevo estallido hizo que la fiesta desapareciera, que se esfumara casi como por arte de magia. Todo recobró la rutina y la normalidad, perdiendo los retoques asombrosos que sólo niños fantasiosos pueden darle a los encuentros.

Cuando Walter llegó hasta donde estaban sus hijos, ellos todavía estaban agitados por la danza y con una sonrisa que nunca nadie iba a borrar de sus rostros.

viernes, 7 de septiembre de 2007

Una fiesta en el país de flores de lavanda

dedicado a Isabela Asaro

El día que cumplí siete años, mis papás y mis tíos se habían reunido para festejar. Estábamos sentados en el pasto alrededor de un mantel de flores y todos se reían. Mi hermanito Ulises, que tenía entonces cuatro años, ya se había quedado dormido y yo estaba más aburrida que una ostra. Mi mano jugaba con una cuchara en una cazuelita de cerámica que había hecho mi mamá. Ellos hablaban de cosas que no entendía todavía y mi deseo era que hubiera otros niños allí, pero no había. En un momento mi papá me dijo que con la trompa que tenía parecía un elefante. Una vez había visto un elefante en el zoológico y me había parecido hermoso, pero no me gustaba que me dijera que yo parecía un elefante. En ese momento sentí algo que me sobresaltó:

-¡Ay! –grité –¡me están picando las hormigas!

Nadie prestó atención a mis palabras y por eso mi trompa crecía más y más. Miré a las hormigas que caminaban en filas. “Qué ordenadas que son”, pensé. Y tomé una que caminaba por la mitad de la línea de insectos. La guardé entre mis dos dedos un momento y esperé a que nadie me mirara. Luego me la comí.

Un torbellino de formas multicolores giró a mi alrededor. Todo mi cuerpo tembló desde adentro hacia afuera. Cuando miré las palmas de mis manos me di cuenta de que ya no eran manos como las de todos los niños sino que parecían las patas de mi perra Pinki. Pero tampoco eran las patas de mi perra, ¡eran las patas de un oso hormiguero! ¡Me había convertido en una osa hormiguera! Nunca me había pasado algo más divertido en mi toda vida.

Mi trompa de elefante había sufrido una ligera modificación. Ahora sentía los olores del pasto profundamente. Pronto pensé en alimentarme de algunas hormigas más. Pero cuando intenté hacerlo, una de ellas, la más grande, se acercó hasta mi hocico y me dijo con mucha elegancia, pero a la vez con enojo:

-¿Te gustaría que yo me comiera a tus papás y a tus tíos?

En seguida me arrodillé ante ella y le imploré:

-No, por favor, no te los comas, te prometo que yo no voy a comer más hormigas.

El insecto me miró con desconfianza y luego me hizo un gesto con su pata índice mientras se alejaba para unirse con sus compañeras.

Mi familia continuaba sus conversaciones y no prestó atención a mi transformación. Entonces aproveché a escabullirme hacia la huerta del fondo. Me escondí entre las verduras y los tomates de mamá. Allí no podrían verme, de otra manera, ¿Qué iba a decirles?! ¡¿qué ya no era una niña sino una osa hormiguera?! ¡no! ¡les parecería muy extraño! ¡no me creerían!

En la huerta las verduras emanaban sus olores frescos y placenteros. Me acosté como pude –con mi nueva forma- para admirar las estrellas del cielo. Estuve un rato tratando de descifrar las constelaciones cuando de pronto comenzó a caer una estrella fugaz. Se parecía mucho a otras que ya había visto pero ésta no era tan fugaz como las demás, sino que duró el tiempo suficiente como para llegar hasta mí y levantarme en el aire sin que yo pudiera resistirme.

Volamos por el espacio durante horas sin decir una palabra cuando de pronto detuvo su velocidad y me miró a los ojos:

-Hola Isabella! Hoy te ha tocado una buena estrella y me “pidieron” que te llevara a pasear.

Yo no salía de mi asombro: una estrella fugaz hablándome!

-Y “quienes” te pidieron? –le pregunté aún desconcertada.

-¡¿Cómo quiénes?! Tus ángeles. ¿Acaso hoy no es tu cumpleaños?

-Sí, bueno, pero...

De pronto descendimos en un planeta lleno de flores de lavanda.

-Este es el País de Flores de Lavanda. Lo elegimos cuidadosamente para festejar tu cumpleaños, espero que... –de repente se detuvo y luego me dijo- Mira, ahí vienen tus ángeles.

La estrella hablaba con tanta naturalidad que yo no podía hacer otra cosa que prestarle atención y seguir sus indicaciones. Todo me parecía muy extraño pero de a poco me iba acostumbrando.

Un gato con manchitas y dos alas en la espalda se acercó para saludarme:

-¡Isabela!, te estábamos esperando.

El gato habló, pero yo nunca había oído hablar a mis gatos. Picuco, Naima, Omara y la Negrita me acompañaban siempre en mis juegos, pero nunca me habían hablado así. Pensé que quizá yo había imaginado sus palabras entonces le pregunté:

-¿Cuál es tu nombre?

El gato extendió sus dos garras y abrazó mi cuerpo de osa hormiguera.

-Mucho gusto, soy Tirica

Mi asombro no fue tan grande porque me respondió sino porque recordé que yo ya no era una niña y eso era verdaderamente extraño. Sin embargo, todo parecía maravilloso a mi alrededor. Recordé que hacía sólo un momento había sentido un gran aburrimiento y ahora todo era divertido. Miré a lo lejos y vi que llegaban hasta nosotros los demás invitados, cada uno de los cuales llevaba dos alas en la espalda: una viborita de color verde brillante, un zorro de cola roja, un pájaro de enormes alas, un caballo salvaje y ¡hasta un elefante enano!

-¡No es un elefante! –dijo Tirica como si leyera mis pensamientos- es un tapir, ¿es que acaso no conoces los animales del mundo?

-La verdad es que no lo conocía –le contesté como pidiéndole disculpas.

-Bueno, no importa –dijo el gato- es mejor que prestes atención porque todo el tiempo puedes aprender algo nuevo- y se puso a bailar como un gato loco.

Todos venían cantando y tocaban tambores y flautas de distintos tamaños. Pronto me subieron en el lomo del tapir y me llevaron a pasear. Las dos alas de su lomo me protegían de cualquier caída. Visitamos lugares increíbles en los cuales estoy segura de no haber estado antes. Las flores tenía tamaños asombrosos y crecían delante de nuestros ojos a una gran velocidad. Los pétalos carnosos, verdes y naranjas, se abrían como si nos saludaran. A un costado se elevaban dos sierras de roca de granito violeta y por sus paredes verticales unos monos cantores subían haciendo un espectáculo alucinante. Todos reían y brindaban con un brebaje que sacaban de los frutos de la naturaleza.

Por fin llegamos a la orilla de un lago de aguas termales. De su superficie calma se elevaba un vapor violáceo que desaparecía en el cielo. Los pájaros llegaron en bandadas y se instalaron en semicírculo en los árboles que estaban alrededor nuestro. Eran pájaros comunes con la diferencia de que sus alas eran transparentes. Entre todos comenzaron a cantarme el feliz cumpleaños en un idioma extraño:

-¡Qy luz kulpas triliz! ¡Qy luz kulpas triliz! ¡Qy luz kulpas, Izabyliu, qy luz kulpas triliz!

Entonces llegó un distinguido jaguar vestido de gala con un moño violeta en su cuello. Traía en sus manos una torta enorme con siete velas encendidas como estrellitas de año nuevo. La colocó delante de mí y yo soplé con todas mis fuerzas. Las velitas se apagaban y volvían a encenderse otra vez hasta pasar por los siete colores del arco iris. Cuando ya casi no me quedaba aire se apagaron por fin.

El felino cortó las porciones de torta con una hoja carnosa de banano. Fue la torta más deliciosa que comí en vida. Todos los sabores del mundo se concentraban allí.
Cada uno de mis invitados comió hasta saciarse y fueron cayendo poco a poco en estado de sueño.

Mi estrella fugaz empezó a bostezar y yo la miré con mis ojos abiertos de temor.

-Está bien, vamos –me dijo sin que yo le hubiera expresado nada.

Me subí en una de sus siete puntas y nos elevamos sobre el lago. Desde allí saludé a mis nuevos amigos que se despertaron para lanzarme besos al aire. Todos sonreían.

-¡Puedes volver cuando quieras! -me gritó Tirica y cuando sonrió pude ver que uno de sus dientes era de brillantes y emanaba una luz particular.

Los saludé con mis patas de osa hormiguera mientras nos fuimos alejando. Cuando llegamos al jardín de mi casa mis papás y mis tíos dormían alrededor del mantel de flores. Me senté junto a mi hermanito Ulises que se había despertado por mi llegada. Me miró extrañado y luego sonrió. Mi cuerpo se estaba transformado otra vez en el de una niña.

La siguiente que se despertó fue mi mamá y me miró con amor. Delante de mí había un bolso de luz que me había dejado la estrella fugaz y que contenía los restos de mi torta de cumpleaños. Se la acerqué a mamá que miró sorprendida. Entonces le guiñé un ojo y ella comprendió todo en un instante.

-¡Despierten! –les dijo a los demás –vamos a probar la torta de Isabela, que ya queda poquita y sino se la va a terminar de comer ella sola. –Se río y me guiñó el ojo.

Otra vez me cantaron el feliz cumpleaños en el idioma común y las velitas tenían sólo luz amarilla, pero yo estaba muy contenta ya. Nadie, nunca me iba a quitar el recuerdo de ese cumpleaños en el planeta de flores de lavanda.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Viaje a las entrañas de los colores

dedicado a Julián Lobo

Pocos niños en el mundo tenían una memoria tan prodigiosa como la de Julián. En pequeños pensamientos o en sueños, algunas veces recordaba sus prolongados buceos por el interior de su madre. Otras, las visiones se referían al momento del parto y la imagen que más permanecía en su mente era la salida veloz de su cuerpo a través de un divertidísimo tobogán acuático. Este viaje finalizaba en las manos tibias de su padre que lo recibían en medio de luces de todos los colores. Aquel trascendental día, Julián imaginó que, además, miles de personas aplaudían su llegada al mundo y él sonreía mientras levantaba sus bracitos en señal de agradecimiento.

Todo parecía ser alegría en la vida de Julián, si no fuera por ese hipo empecinado que lo invadía todos los días. Y había que estar preparado para oír los estridentes alaridos que pronunciaba el niño en esos momentos. Su bienestar se interrumpía por exactamente veinticinco minutos al día, que para él y sus padres eran una eternidad.

Con el tiempo, Julián había comenzado a presentir los ataques de hipo y eso le permitía prepararse para combatirlos. Probaba y experimentaba con diferentes métodos: cerraba la boca, se tapaba la nariz, tomaba un vaso de agua sin respirar, miraba hacia arriba, pedía que lo asustaran... Sin embargo, no había manera de interrumpir aquellos veinticinco minutos de pesadilla. Julián se resistía de todas las maneras imaginables, pero el hipo lo dominaba por completo.

Pero el problema no era sólo soportar ese fugaz fragmento de tiempo convulsionado, en realidad, aquello comenzó a gestar algo extraño que únicamente Julián pudo descubrir algún tiempo después. El hipo se producía por un ingreso desmedido de oxígeno en el cuerpo. Pero ese exceso era tan sutil que era imposible que alguien lo notara.

De ese modo, aire comenzaba a acumularse en su interior y una sensación de estómago abultado lo recorría de pies a cabeza. Entonces su cuerpo crecía lenta pero constantemente. Nadie percibía el cambio, además, porque Julián era un niño en pleno crecimiento que comía como lima nueva. Claro, todos pensaban que Julián estaba engordando, que era un glotón. Pero lo que en realidad sucedía, era que Julián se estaba inflando.

A los cuatro años, su contextura era casi la de una esfera perfecta y hasta lograba levitar, a veces, cuando corría. Era como un barrilete llevado por el viento o como un globo inflado en una fiesta. Para esa época, los ataques de hipo eran menos frecuentes y aunque aún continuaban, Julián se veía mucho más alegre y feliz, porque finalmente había aprendido a disfrutar de la vida. Y el saber disfrutar, es generalmente recompensado con sorpresas inesperadas.

Una noche, cuando recién había cumplido los cinco años, Julián daba vueltas en su cama y no podía dormirse. Su cuerpo esférico comenzaba a incomodarle, pero él siempre tenía buenos pensamientos que lo distraían de esas molestias. Sin embargo, todo se agravó cuando tuvo un nuevo ataque de hipo. Aquella vez duró exactamente cincuenta minutos, el doble de lo habitual y tuvo sus consecuencias. El exceso de aire fue inesperado y produjo una hinchazón tal que el niño comenzó a flotar levemente sobre la cama.

Julián no tuvo ningún control sobre su cuerpo que se deslizó en el aire en dirección a la ventana, la atravesó y se alejó lentamente de la casa. La brisa nocturna le hacía cosquillas debajo de los brazos o lo giraba en círculos. Pronto, el niño descubrió cierta diversión en tal aventura y comenzó a prestar atención a todo cuánto sucedía a su alrededor.

Era una noche oscura, sin luna, por lo cual el brillo de las estrellas contrastaba con el cielo negro. Hacia abajo, la ciudad se alejaba y, si miraba hacia arriba, las estrellas adquirían un mayor tamaño e intensidad.

De pronto, una luz se encendió delante de él en forma de óvalo. El cuerpo circular de Julián atravesó esa especie de abertura con algo de dificultad. Entonces un mundo mágico surgió ante sus ojos: imágenes increíblemente hermosas, colores que nunca antes había visto, olores que hacían erizar su piel, todo deslumbraba sus cinco sentidos. Recorrió paisajes insólitos poblados de seres pequeñísimos y complejos, conoció construcciones muy antiguas y súper modernas, admiró obras de arte en museos gigantescos y tocó las texturas más estremecedoras de su vida. Transitó kilómetros y kilómetros, en los que el tiempo trascurría en todas direcciones. El antes y el después se superponían y su percepción de la realidad comenzaba a ampliarse pero a la vez, a confundirse.

Nunca olvidaría su deambular por uno de los arco iris más brillantes de los que tengan memoria los simples mortales. Al penetrar en esa estela de colores sintió una agradable sensación de humedad y un extraño olor a hierba mojada le penetró por todos sus sentidos. El tránsito por cada una de las tonalidades de ese espectro luminoso le marcaría su vida para siempre. Con el color rojo sintió que un vapor le recorría todo el cuerpo; al atravesar la capa naranja su pelo se transfiguró rizándose completamente. Un calor tibio repiqueteó sobre su rostro cuando llegó al color amarillo. Con el verde, lo invadió el perfume del campo después de la lluvia. Después traspasó el azul y le pareció escuchar el sonido del agua cuando uno se sumerge; al llegar al índigo, sus palmas de sus manos se erizaron de frío y, al final, cuando cruzó al violeta, no pudo evitar reír a carcajadas como si alguien le estuviera haciendo cosquillas.

Semejante viaje le produjo un gran desgaste de energía y poco a poco su cuerpo fue desinflándose. Su visión aérea comenzaba a hacerse cada vez más terrestre. Entonces, cuando ya casi rozaba el suelo, la entrada ovalada de luz volvió a abrirse ante él. Julián ya no tuvo inconvenientes en atravesarla, porque su cuerpo había adelgazado notablemente. Del otro lado, encontró la misma noche sin luna en la que tanto tiempo atrás recordaba haber iniciado su fantástico viaje.

Con el poco aire que le quedaba en su cuerpo logró llegar sin dificultad a su casa. Gracias a las últimas exhalaciones pudo colarse, no sin dificultad, por la ventana de su cuarto y meterse en la cama. El resto de la noche durmió plácidamente.

Por la mañana, cuando sus padres lo fueron a despertar, fue grande la sorpresa al descubrir que su hijo ya no tenía el cuerpo inflado como una esfera, sino que era un espigado niño. Preocupados, lo llevaron a diversos médicos, pero todos los exámenes resultaban óptimos. Ninguno encontraba anormalidades, por el contrario, estaban admirados de la vitalidad del niño, de la frescura de su piel y de los colores que irradiaban sus ojos. Finalmente sus padres aceptaron que Julián gozaba de excelente salud y poco a poco olvidaron el impresionante cambio que se había producido.

Por su parte, Julián prefirió guardar el secreto de su aventura como un preciado tesoro. Y con el tiempo comenzó distraerse con su presente y a olvidar muchos de los detalles de su recorrido. Pero un día pareció recordar todo de repente, fue en el momento en que un ataque de hipo lo invadió nuevamente mientras jugaba con sus compañeros de la escuela. Los ojos de Julián reflejaron un brillo especial. Miró hacia arriba y sintió un extraño olor a humedad. El viento comenzó a soplar muy fuertemente. Con seguridad comenzaría a llover y, al despejarse, en el cielo volvería a aparecer el mismo arco iris que nunca iba a borrar de sus recuerdos.